Friday, August 18, 2006

SYD BARRETT (1946 - 2006)





Bienvenidos a las tormentas de larga duración
La Forma más dulce de la violencia

por Fernando Bottazzini

Viste, se murió el tipo que tenés en el póster, ―dijo mi viejo después de volver del café con el diario. Cuál tipo? ―ese con cara de loco, pálido. Cuál? ¿Algo de Barret, puede ser?; bueno, espero que no te deprimas demasiado ―agregó, ya que podía presumir la calidad triste de mis ojos bajando con la lectura del periódico y sabiendo que a mi manera, esas noticias podrían arruinarme.
Syd se despertó después de estar tirado veinte horas, empujó ropas mientras arrimaba colores sosteniendo con la otra mano el soporte blanco, algo manchado con líquidos para ingerir. Creo que la dimensión de su mandíbula era un muro derrumbado años atrás, todo lo que sostenía soportaba los quiebres lisérgicos de los ácidos, la destrucción, el acercamiento a los pensamientos profundos, como agarrar un libro sólo para tocarlo y no para leerlo, la demasía estimulada por la sensibilidad o practicar el insomnio mirando una puerta trasera por largas jornadas que durara el extravío.
Se imagina rincones mohosos, desorden de discos repletos de tierra, pedazos de cuadros destruidos por ataques de pánico, periódicos y revistas arrugados y un denso aire, típico de un under verdadero, no especulado.
Se dice que estar descalzado es un síntoma que devuelve seguridad, yo pienso lo mismo en la sensatez de ese acto, aunque vestido pero descalzo.
La idea de simplificar, por flagelación o desorden mental, la extremidad del cuerpo, o la materia de lo que estamos hecho.
Dicen que los locos, tienden a odiar los pelos, los ajenos y los propios, porque la forma de los mismos quizás devuelvan imágenes punzantes, presiones lateralizadas hacia el centro del cuerpo que devienen en la interpretación de amenazas psíquicas y provocan cierto desequilibrio. O caminar sin sentido hacia el infinito, sin sentir siquiera el cansancio y no advertir detalles lógicos, sólo cosas no dispuestas para ser captadas por el ojo común.
Syd amaba el naranja, y los cuadros expresionistas. Necesitaba los gritos. Así, los reclamos serían fermentados y disueltos, pero necesitaba el grito, el caos de la soledad tatuada por grises en el perímetro de sus ojos, y armar ciudades a medida, con calles oscuras encerradas por bloques que hicieran sin voluntad el trabajo de morsas gigantes.
Eliminando tonalidades que no cumplieran valores primarios, intensidades del alma que demolieran a modo de dientes caninos las imperfecciones de la pureza. La creación manifestada desde el interior, la forma más violenta de la dulzura, emociones agresivas en pinceladas dramáticas como búsqueda inconsciente de palpitaciones vitales. Por el diamante que brilla sin darse cuenta y por azar según del lado en que se lo mire. O acaso, necesitaba la infusión de hongos para calmar túneles inconexos, dimensiones inalcanzables a las que estaba acostumbrado, la incertidumbre del infinito, el eco de los sonidos y el poder de las cosas inevitables que rauda la naturaleza. Con la misma demencia con la que laten los colores de un prisma ante la catástrofe de lo extremo.
O esa versión anónima, de saber que ello existe o se sucede mientras menos se lo nombre.
El preludio de los abismos donde se halla la respuesta, y saltar hacia la nada enfrentando el vigor del sol como caridad de las buenas razones.
Bienvenidos a las tormentas de larga duración, agrias formas de endulzar lo cítrico de la tragedia. Aquella decisión de no tener pelos, de sentirse liviano en pensamientos oníricos y distinguir el vaivén desprolijo de una pluma viajando a gusto del viento.


SYD BARRETT'S FIRST MUSHROOM TRIP



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